En un mundo con sobreabundancia de mensajes y propuestas, información sesgada y cosmética de conceptos preexistentes, una auténtica propuesta de valor debe transmitir un mensaje claro y contener aquellos conceptos esenciales e irrenunciables para la idea central que transmitimos.
Normalmente nos ocupamos de preparar una comunicación cuando definimos o nos definen un objetivo específico a lograr.
No somos conscientes de la relevancia sistémica que tiene cultivar nuestro propio estilo al comunicar cotidianamente, en todos los medios con que lo hacemos.
Uno de los temas clave reside en el contenido y trama de lo que contamos.
Como cualquier película, obra de teatro, novela, cuento, la trama es clave: no alcanza con narrar una sucesión de hechos sino elegir qué vamos a contar, en qué forma y orden y con qué fin.
Esta selección ponderada informa sobre nuestra personalidad y compromiso tanto con la calidad de lo que comunicamos, como con la confiabilidad. Por qué? Porque las ideas no son confusas, tienen un objetivo claro y reflejan el valor (explícito e implícito) que damos a quienes nos escuchan.
Estas habilidades se tornan naturales al asumirlas como práctica cotidiana y generan otro nivel de calidad en nuestras relaciones.
Al dar nuestra opinión, asesorar, relacionarnos, compartir un espacio socialmente, o hablar con nuestros afectos cercanos abrimos oportunidades en las que, si nos damos a conocer con eficacia asertiva, construimos identidad pública de valor percibido por los demás.